Bintane Jean

La historia familiar es la misma que la de Merbilhàa Arnaud escrita por la biznieta Amalia Calandra Merbilha

Aqui es un texto lleno de poesia escrito por el tío de Amalia, nieto de los emigrantes bearneses.

Los abuelos que no conocí :

De mis cuatro abuelos montañeses de los bajos Pireneos – dulce país de longevos-, tres habían pagado a esta vida áspera y bravía de las pampas el tributo de las suyas al tiempo de mi nacimiento.

La abuela paterna era la única sobrevibiente- hasta mi madurez- de modo que desaparecida también ella y los que hubieran podido satisfacer mi tardía curiosidad por saber de sus vidas, lo único que me quedó para conocerlos fue algunos datos recogidos al azar y lo que revelan las dos modestas estanzuelas linderas, que ambas parejas fundaron.

El abuelo paterno- alto, rubión, de ojos azules, mirada dura de jefe, según mis informes confirmados por un amarillento daguerrotipo- construyó un caserón cuadrado, de ladrillos descubiertos, desnudo y limpio por dentro, como una casa vasca.

Un gran parral servía de visera en todo su frente dándole durante el verano buena sombra y dulcísimas uvas moscatel, única glorieta de aquél régimen áspero y ascético.

Ese edificio entre monacal y castrense, aquél bearnés intrépido que, de algún modo tácito y sin proponérselo, acaudillaba un poco a sus paisanos, crió diez hijos: siete varones- de los que mi padre era el primogénito- y tres mujeres.

A los primeros los educó campo afuera con poco colegio y mucha taréa dura, reservando la ternura y la molicie para las hijas.

En cambio los abuelos maternos- el pequeño y taciturno, ella alta y vivaz- habían levantado (el verbo es excesivo diría Borges, pues más bien parecía que lo hubieran agazapado) un rancho de dos aguas, emboscándolo entre acacias y adelfas para disimular su presencia y permitirle que empollara tranquilo, a cubierto de miradas indiscretas y codiciosas, como un ave silvestre.

Del rancho criollo sólo tenían las líneas de arquitectura elemental, pués sus paredes revocadas y encaladas eran de ladrillos cocidos, el techo de tejas marsellesas, en la galería del frente brillaba el piso de rojas baldosas francesas u en los cuartos era un gusto caminar por sobre las blancas y anchas tablas de pinotea que, lavadas a diario, exhalaban siempre olor puro de madera.

En la casa se fabricaba el jabón, las velas, las escobas, los edredones de pluma, los colchones de lana, se hilaba y tejía, se hacía el pan y se preparaban abundantes jamones, foi gras, carnes saladas, conservas, quesos, dulces, y alimentos de todas las especies que mezclaban sus buenos olores en la fresca penumbra de la despensa.

Para los cinco hijos, tres varones y dos mujeres-una de ellas mi madre- había un maestro- francés, naturalmente- muy cascarrabias, en en su lengua natal (bearnes) les daba clases durante todo el día.

La abuela biernesa que conocí :

Tenía los cabellos cenicientos, la tez mate, usaba siempre ropas de tonos ambiguos; todo se fundía en un acorde gris pardusco de paloma montera. Y como el arrullo de esa, su voz era un susurro ubicuo, milagrosamente audible, que traía, a través de los mares, la cadencia y el ritmo de la lengua hablada bajo el bet ceu de Pau, acompasado por el metrónomo bearnés de los « té!! ».

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