Le Duvivier – Jean Rioupeyrous forja su destino

De los Pirineos a Montevideo

En suivant son ancêtre embarqué à Bayonne, sur le Duvivier, en 1838, Marcos Cantera Carlomagno évoque :

  • le départ et l’embarquement de Jean.
  • les compagnons de voyage.
  • un passager particulier : Brie.
  • Montevideo en 1838.
  • les déserteurs.
  • le commerce triangulaire.
  • une tentative de fuite tragique.
  • les traversées du Duvivier et de son capitaine Giraud.
  • Pélagie Naze.
  • Jean Riupeyrous forge son destin en Uruguay.

Un emigrante, una nave, un archivo marítimo y el mar.

En homenaje a mi tatarabuelo Jean Rioupeyrous el día de su aniversario.

Mise en scène

Los archivos marítimos de Le Havre contienen las historias de muchos centenares de barcos involucrados en el tráfico civil y comercial francés, que sufrió un notorio incremento a partir de septiembre-octubre de 1836. Los principales destinos en la primera mitad de esa década eran los puertos caribeños, ya fueren los del propio mundo colonial (Guadeloupe, Martinique, Cayenne y Haiti pero también Nouvelle Orléans) como otros cercanos (La Habana, Santo Domingo y Veracruz). En un claro in crescendo aparecen las naves destinadas a la pesca (”la petite pêche”) y a la pesca de ballenas (”la pêche de la baleine”) en los mares del Sur, que implicaban largas ausencias y buenos dividendos. Los viajes a Brasil y el Río de la Plata, por su parte, vivieron una explosión en 1838, al igual que las travesías a Calcuta, Manila, Batavia (antiguo nombre de Yacarta, la capital de Indonesia) e Isla Réunion, o entonces a Terranova, Senegal y Gabón. También se ve un gran crecimiento de los viajes de cabotaje, en sus variantes simple y de larga distancia (grand cabotage). Mucho más esporádicos, sorprendentemente, eran los viajes a Hamburgo, Rotterdam, San Petersburgo, Londres o Nueva York.

Río de Janeiro, Bahía y Pernambuco abastecían al mercado francés con café, azúcar y algodón, en primer lugar, mientras que de Montevideo y Buenos Aires llegaban al Viejo Continente cueros, lana, crines y cuernos. En los viajes de ida al Río de la Plata, las naves llevaban ”diverses marchandises”, que era el nombre genérico usado para los productos elaborados, y emigrantes, en su gran mayoría de la región de Basses Pyrenées. Montevideo fue la meca de la emigración francesa durante muchos años.

El primer bloqueo de Buenos Aires por parte de la escuadra francesa del contralmirante Leblanc (marzo de 1838 a octubre de 1840) y el decreto emitido en noviembre de 1843 por Rosas, Gobernador de Buenos Aires, prohibiendo a las naves comerciales que partiesen de Buenos Aires cargadas con víveres ”bajo ningún pretexto hacer escala en el puerto de Montevideo”, convirtieron a esta ciudad en el gran centro de llegada de emigrantes franceses mientras duró la Guerra Grande (1839-1851). Esta situación se acentuó con el segundo bloqueo a Buenos Aires (agosto de 1845 a agosto de 1850) por parte de las flotas francesa y británica.

La conjunción de elementos que propiciaba la emigración en masa de jóvenes del suroeste francés; la falta de tierras, las pocas posibilidades de mejoría existencial, sumada a la acción de los agentes viajeros que entregan pasajes ”gratuitos” (en perfecta consonancia con el conocido slogan contemporáneo ”viaje ahora y pague después”) impulsó el auge de las rutas navales al Río de la Plata. Dentro de esta verdadera marea emigratoria se encontraba un joven de diecinueve años nacido en Saint-Étienne-de-Baïgorry. Era Jean Rioupeyrous, mi tatarabuelo, cuarto hijo de Michel y Etiennette. También él soñaba con un futuro mejor del otro lado del Gran Mar, pero a diferencia de la mayoría de sus hermanos de destino, Jean contaba con un capital considerable, recibido a título de herencia anticipada.

Adiós a una vida

Lunes 7 de mayo de 1838. En esa hora difusa de la madrugada en que la noche se tiñe imperceptiblemente de día, Jean atravesó la puerta de su casa por última vez, bordeó el costado derecho, pasando por debajo de la hilera de pequeñas ventanas rectangulares, y comenzó el brusco descenso por el sendero al pueblo. Iba aturdido por la gravedad del momento, sabía que dejaba para siempre su familia y su mundo atrás. Ya no había tiempo para más despedidas y es de imaginar los ruegos y las bendiciones de su madre Etiennette desde su lecho de enferma. Aún vivía su octogenaria abuela materna, Marie Iriart. ¿Cuántas veces durante los dos kilómetros largos del descenso llevó su mano al bolsillo interno del chaleco para comprobar que tenía el dinero que le había sido dado y el documento firmado por el Prefecto de Basses-Pyrénées certificando que el portador era hijo de Michel Rioupeyrous y de Etiennette Ithurralde y que había nacido en Saint-Étienne-de-Baïgorry el 31 de octubre de 1818?

Al llegar al río Nive, que corre bajo el delgado y empinado puente romano cerca de la iglesia dedicada a Saint Étienne, Jean se reunió con algunos compañeros de aventura. Es fácil imaginar la escena, intuir la carreta cargada de temores e ilusiones atravesando el espacio abierto frente al Ayuntamiento, antes de encausarse por la estrecha Rue de la Mairie. Un poco más adelante, sobre el lado izquierdo, la fachada de dos pisos y altillo de Maison Itçaina los vió pasar en silencio. Estaba vacía. Allí, los bisabuelos de Jean, Pierre Riupeyrous y Etiennette Uhide, habían sido propietarios. Aún antes, la casa y sus dependencias había pertenecido a los antepasados de esa Etiennette cuyo nombre, a través de una cadena de bautizos y madrinas, había sido otorgado a la madre de Jean. Allí había nacido su padre Michel hacía 58 años; allí había muerto sin dejar descendencia su tía Marie.

Después de las últimas casas y granjas, la carreta emprendió la ruta a Bayonne, cincuenta kilómetros en dirección al mar. Los viajeros pasaron Saint-Martin-d’Arrossa, Bidarray, Cambo y Ustaritz, vieron talvez otros emigrantes provenientes de Espelette, de Ossés o de Irouléguy, todos camino al mismo puerto, al mismo barco y al mismo destino. La carreta se movió por un buen rato pegada al río Nive, cuyas aguas también buscaban a Bayonne para fundirse allí con las más caudalosas del Adour.

Al otro día, martes 8 de mayo, más de doscientas personas se acercaron a la nave Le Duvivier. Verla de cerca tiene que haberlos estremecido, como me estremecí yo cuando estaba a punto de abordar el Cabo San Roque en mi primera travesía atlántica. Jean fue de los primeros en pasar por la mesa de registro y en la lista de pasajeros le adjudicaron el número cincuenta y un lugar en el compartimento catorce.

Le Duvivier

Fabricado en Rochefort el año anterior, Le Duvivier tenía tres mástiles, sumaba 201 toneladas, contaba con una tripulación de catorce hombres y olía aún a madera y brea. La nave comenzó a escribir su propia historia en el mar partiendo de Bordeaux el 31 de marzo de 1838. Cargada de vino llegó a Bayonne doce días más tarde. Durante las tres semanas que duró su estadía en la capital francesa del chocolate, los carpinteros transformaron la bodega, levantaron tabiques y crearon quince grandes compartimentos para los pasajeros. Allí pasarían la mayor parte del tiempo. Los contratos ante notario acordados entre la mayoría de los pasajeros y la firma de los hermanos Brie de Laustan nos ayudan a tener una idea de esos espacios. Los hermanos Brie adelantaban el pasaje y los viajeros se comprometían a pagar cuatrocientos francos dentro de un año. Como garantía se hipotecaban casas, tierras de sembradío, molinos, bosques, viñedos y prados. Quien se arrepintiera y decidiera no embarcarse debía pagar cien francos dentro del mismo plazo. Por su parte, los hermanos Brie garantizaban el viaje, la comida a bordo, un colchón y ”ropa de cama y de cuerpo”. Los compartimentos levantados en la bodega, limitados por tabiques de madera, estaban repletos de colchones en el piso, de baúles con enseres privados y de bultos con herramientas. Así viajaron a Montevideo, en un espacio similar, los hermanos Harriague y sus plantas de vid Tannat. Es de imaginar la espesura del aire luego de dos meses de travesía.

Al mando de ese pequeño mundo flotante estaba Pierre Augustin Giraud, nacido en la misma ciudad que su barco, Rochefort, el 15 de abril de 1798. Inmediatamente debajo suyo en la jerarquía a bordo se encontraba Anselm Mathieu Morin, de 30 años. El primero recibía ciento cincuenta francos al mes, el segundo ciento veinte. Puede parecer extraño, pero el tercero en el escalafón de sueldos no era el teniente sino que el cocinero. Paul Dardignac, de 22 años, responsable de la alimentación de casi 240 personas, tenía un salario de setenta francos al mes, diez más que lo que recibía Pierre Léon Durand, oficial y tercera autoridad del navío. Nacido 22 años antes, como Dardignac, Durand desconocía en esos días de primavera que una descabellada idea le pondría a su vida un punto final por demás dramático, antes aún de que Le Duvivier volviera a ver tierra francesa. El sueldo más bajo de todos los tripulantes, apenas diez francos al mes, le correspondía al más joven de todos, Antoine Bourbau, nacido él también en Rochefort trece años atrás.

El 9 de mayo amaneció con los viajeros instalados en sus compartimentos mientras se subían a bordo las jaulas con gallinas vivas, las sardinas en aceite, el vinagre para combatir el escorbuto, el vino y las lentejas, las velas y la caja con la pequeña farmacia del barco además del café y el azúcar para los tres oficiales. Los barriles con agua fresca era lo último que se cargaba. No queriendo arriesgar problemas, Giraud enroló un tripulante más. Se llamaba Pierre Casalès y tenía dieciséis años. Para convencerlo de que aceptase el trabajo, el capitán le dio tres meses de sueldo por adelantado en lugar de las dos mensualidades de rigor. Hizo un mal negocio.

Pasaron aún dos días. Un ciudadano francés con funciones de secretario del Consulado uruguayo en Bayonne subió a bordo el 11 de mayo, realizó una corta inspección y escribió en el Registro de la nave: ”Nos[otros] Cónsul de la República Oriental del Uruguay certificamos que esta matrícula conteniendo diez y seis hombres de tripulación, capitán comprendido, y doscientos y diez y nueve pasajeros, cuyos pasaportes han sido refrendados en este mismo Consulado es verdadera y emana de la autoridad competente. Bayona mayo 11 de 1838.”

Comenzó finalmente a desplegarse el velamen, a probarse una vez más las jarcias, a alzarse el ancla y a largarse las amarras bajo una ensordecedora cacofonía de voces humanas, órdenes, contraórdenes y chirridos de gaviotas. De a poco, Francia, la vieja patria de galos y celtas, se fue esfumando en la lejanía. La mayoría de los viajeros no la volvería a ver nunca más. Emocionado por la solemnidad del momento, apretado entre la muchedumbre sobre la cubierta, Jean tiene que haberse preguntado, por enésima vez, si había tomado una buena decisión. Ya era demasiado tarde para volver atrás.

El compartimento catorce

Entre los pasajeros, cuya suma total oscilaba entre 219 y 221 según el documento que se estudie, había cuarenta vascos españoles de Zugarramurdi, Urdax y otros pueblos pegados al sur de la frontera. El resto provenía de poblaciones pirenáicas francesas. Los compañeros de compartimento de Jean, anotado en el registro como laboureur (labrador), eran casi todos jóvenes. Había hombres y mujeres y los más viajaban solos. Allí estaban Pierre Erramouspé, vecino de Fonderie en Baïgorry, y Jean Duhalde Iribarne con su esposa. Varios tenían la misma edad y la misma profesión que Jean, como Pierre Garat de Helette y Martin Ithurralde de Saint-Jean-Pied-de-Port. Los hermanos Jean y Michel Erramoun eran de Irouléguy mientras que Raymond Lamourelle, fabricante de cuerdas, era, con sus cincuenta años, el más viejo del compartimento y uno de los más veteranos a bordo.

Casi la mitad del compartimento catorce venía de Ordiarp. Uno de ellos era Jean Larretcheber, de diecisiete años. También Anne Elissondoborde, de veintidós, y un hermano suyo menor de edad cuyo nombre no figura en la lista si bien tiene que haberse tratado de Thomas, nacido el 1 de abril de 1822 y último hijo de los labradores Pierre Elissondoborde y su esposa Lucia. De Ordiarp era también oriunda la pareja formada por Jean-Pierre Jaureguiberry, herrero de veintiséis años, y su mujer Engrâce d’Ahetze, familiar cercana del alcalde del municipio, Raymond d’Ahetze. Jean-Pierre y Engrâce llevaban poco más de dos años de casados pero ya habían tenido tiempo para enterrar a dos hijos. La travesía a Montevideo que estaban por emprender, si bien no lo sabían aún, sería repetida once años más tarde a bordo de La Juanita, saliendo del mismo puerto de Bayonne pero llegando a Buenos Aires, en donde terminaron por establecerse.

Otro grupo de Baïgorry en donde había algunos labradores, un viticultor, un comerciante y un carpintero, además de dos mujeres – Jeanne Bidegain y Marie Camino – había sido ubicado en el compartimento cinco. Allí iba Jean Ahunçain, un labrador de diecinueve años proveniente de Leispars en Baïgorry cuyo padre, cuatro meses antes, había acordado con el médico Jean Baptiste Brie de Laustan la entrega de un pasaje a pagar dentro de un año.

El promedio de edad de la población a bordo, incluídos los tripulantes, no alcanzaba a los veinticinco años. El promedio de altura, por otra parte, giraba en torno a los ciento sesenta centímetros. La gran mayoría de los pasajeros eran agricultores pero también descubrimos en el listado tres comerciantes de lana, un fabricante de clavos, dos chapistas, un par de comerciantes y Joseph Lecuona, de veinticuatro años y proveniente de Urrugne, de oficio”fabricant de chandelle”. Joseph Lecuona hacía velas y este dato, por asociación de ideas, nos lleva a pensar en la compacta oscuridad que reinaba durante la mayor parte del tiempo en los compartimentos de la bodega.

Un destino trágico

Sin lugar a dudas, el nombre más interesante a bordo era el de Dominique Brie, de treinta y siete años. Los legendarios hermanos Brie de Laustan eran tres. Asociados con los hermanos españoles Rivas y los armadores franceses Roby & Manches, y apoyados en una tupida red de agentes locales, los Brie reclutaban emigrantes en la región de Béarn y en los pueblos vascos al norte y al sur de los Pirineos, ofreciendo pasajes al Río de la Plata a pagar en el plazo de un año. Entre 1838 y 1843, que marcó el inicio de la Guerra Grande, los Brie de Laustan y sus socios enviaron más de cinco mil emigrantes a Montevideo y Buenos Aires. Luego empezaron los problemas. Dominique Brie, compañero de viaje de Jean Rioupeyrous en Le Duvivier y más conocido por su segundo nombre François, fue acusado ”de trata de blancas” por el Tribunal de Comercio de Bayonne. No se trataba de algo tan grave como el cultivo de la prostitución, pero sí se había descubierto que Brie cargaba en los barcos más personas de las permitidas por los reglamentos.

A ese conflicto jurídico con las autoridades francesas se le sumaron las desavenencias con los hermanos Rivas y las dificultades financieras debido a que la mayoría de quienes habían viajado por su intermedio no podían abonar la deuda por el pasaje. Algunos habían muerto durante la guerra, otros habían quebrado o se habían mudado. En la prensa, además, las autoridades echaban leña al fuego incitando a los emigrantes a no pagar sus billetes. Como consecuencia directa de todo esto, los Brie no pudieron saldar sus compromisos con los armadores de los barcos. Yendo de mal en peor, en junio de 1854 Dominique François Brie de Laustan asesinó en Montevideo a su viejo socio Genaro Rivas de dos balazos en el pecho. Luego de cuatro años de prisión cruzó a Buenos Aires y comenzó a publicar cartas y alegatos de inocencia dirigidos a las autoridades uruguayas y francesas. Nunca recibió apoyo oficial, nunca se le dio la razón y el 1 de enero de 1876 se suicidó en Buenos Aires.

El médico Jean Baptiste Brie de Laustan era hermano mayor de Dominique François. Luego de firmar ante notario varios contratos por pasajes en Baïgorry, en enero de 1838, Jean Baptiste se estableció en Montevideo, en donde revalidó su título y comenzó a practicar. Cuando inició la Guerra Grande en 1843 y se formaron Legiones extranjeras con voluntarios (Legión Francesa, Legión Italiana y Legión Vasca o Batallón de Chasseurs Basques) Jean Baptiste Brie de Laustan fue nombrado jefe de este último cuerpo. Acompañó al ejército colorado del ex Presidente Fructuoso Rivera. Con el decisivo apoyo de la artillería de la marina de guerra brasileña desde el río, los colorados conquistaron la ciudad de Paysandú y masacraron a los defensores. En esa batalla murió un tercer hermano, Hippolyte Brie de Laustan, cuando una bala de cañón le arrancó la cabeza. Durante un nuevo conflicto armado, en 1858, Jean Baptiste, que tenía 61 años, participó en la Batalla de Cagancha, fue herido con lanza y degollado. Pero todo eso era historia futura, escrita en hojas aún imposibles de leer, y Dominique François Brie de Laustan viajaba a bordo de Le Duvivier y tejía grandes proyectos sobre las olas. Como sostuvo al final de su vida un decepcionado Simón Bolivar, araba en el mar y sembraba en el viento.

Montevideo

La mañana del 10 de julio de 1838, luego de sesenta días de travesía, Le Duvivier echó anclas en las aguas marrones (”color de león” las llamó Borges) de la bahía de Montevideo. Poco más de tres meses antes, el contraalmirante francés Louis François Jean Leblanc había iniciado el bloqueo de Buenos Aires con su flota de guerra, dejando a Montevideo como única puerta de entrada y salida para la cuenca del Plata.

Los pasajeros y la carga de Le Duvivier fueron transbordados a lanchones para hacer el último tramo a tierra firme, pues la construcción del primer muelle tardaría aún varias décadas. El tráfico de lanchones y carretas tiradas por bueyes era en esta época constante: entre 1837 y 1840 llegaron a la bahía de aguas marrones más de un centenar de naves. Algunas de ellas, venidas de Francia, eran verdaderas habitués. Entre las pioneras estaban Le Napoleón y Le Paraguay. Pero la silueta más conocida era sin lugar a dudas la de Le Véloce, que bajo el mando del veterano Nicolás Jean Gautier Pignonblanc visitó Montevideo una y también dos veces por año durante lustros. Casado dos veces, Pignonblanc tenía varios hijos que serían capitanes como él. Cuando viajó al Río de la Plata en junio de 1841 llevaba consigo dos vástagos suyos: uno de doce años enrolado formalmente en la tripulación y otro de ocho como acompañante y aprendiz. En la foja del barco se aclara que ”Le Capitaine est accompagné de son fils Paul Gautier, né à Saint Malo agé de 8 ans”. En 1842, Le Véloce llegó a Montevideo dos veces: una el 2 de febrero y la otra el 1 de noviembre. En esta última ocasión, Pignonblanc tenía setenta años y su hijo Paul, fiel acompañante del padre y maestro, diez. Seguirían más viajes.

L’Herminie, con Pierre Soret como capitán, echó entre 1837 y 1840 cuatro veces anclas en Montevideo, de la misma manera que Les Trois Frères, L’Elisa, L’Universel, Le Turenne y La Louise Marie. Estas visitas francesas a Montevideo se iniciaron poco después de la Independencia en 1830 y ese interés comercial por parte de Francia hizo que Paris, junto con Londres, fuera el primer poder extranjero en abrir su Consulado en Montevideo. Lo hizo ya en 1832 y de esa época son los primeros registros consulares, llamados ”registres d’immatriculation”, de ciudadanos franceses llegados a Montevideo.

Paseando por la calle San Carlos

Cuando Jean Rioupeyrous y sus compañeros de viaje se alejaron del puerto, aprendiendo nuevamente a caminar en tierra firme, descubrieron una típica ciudad de la Europa meridional, muy diferente a los pueblos de montaña en donde habían vivido toda su vida. Montevideo, cuentan los visitantes escandinavos, alemanes y anglosajones, estaba hecha con calles en damero y aceras empedradas. Sus casas eran sólidas, tenían sus muros blanqueados y mostraban ventanas con rejas. Casi todas contaban con azoteas, que sus pobladores gustaban usar como miradores y puntos de encuentro. No era inusual, comentaron extrañados los visitantes, que dichas azoteas se usasen para bailar en las noches de verano.

También contaba la ciudad con una plaza central, con la Catedral de un lado y el viejo Cabildo español enfrente, y con una calle principal, la San Carlos (hoy Sarandí), que atraía a lugareños y visitantes por igual debido al constante desfile de gentes. En unas cartas escritas en Estocolmo en el otoño de sus vidas, dos oficiales y marinos suecos, Carl August Gosselman y Carl Johan Skogman, que visitaron varias veces Montevideo entre 1836 y 1852, recordaban sus paseos ”después de la caída del sol” por la calle San Carlos, la belleza y elegancia de las mujeres con sus peinados exquisitos y su forma delicada de mover el abanico, el estilo refinado de los hombres en el arte de fumar (”manejan el cigarrillo con gracia y maestría”) y la sorprendente existencia de locales en donde se podían comprar periódicos europeos. Un compatriota de Gosselman y Skogman, Carl Edvard Bladh, aseguró poco antes de llegar Le Duvivier en su primer viaje de larga distancia que Montevideo, ”rodeada de agua por tres lados”, era una de las ciudades más saludables de América del Sur. Comparando Río de Janeiro con Montevideo, Skogman sentenció en 1841 que la primera era más grande y contaba con un puerto hermoso, ”pero yo prefiero vivir en Montevideo”. En una visita posterior, Skogman fue invitado a una fiesta de fin de año. Entre todas las mujeres elegantes que allí estaban, los visitantes fueron cautivados por una joven vestida ”en forma bastante atrevida en la medida que bajo su vestido de raso blanco parecía no portar soutién”. Skogman agregó: ”lo que de esta manera venía expuesto a los ojos del público era, tanto por la forma como por el color, de una belleza tan grande que uno no podía menos que considerarse estar en cierta relación con su dueña.”

Con todas estas experiencias y vivencias, la última despedida de Montevideo quedó para siempre grabada en la memoria de Skogman y el resto de la tripulación de la fragata Eugenie. Alejándose del puerto, la noche parecía ”tan maravillosamente deliciosa que es imposible describir. Con mayor esplendor no pueden haber brillado nunca las estrellas sobre los prados y las cumbres de los caldeos y los árabes ni sobre las famosas arboledas de Nápoles”.

En julio de 1838, cuando Le Duvivier llegó a Montevideo por primera vez, la población de la ciudad apenas superaba 25 000 habitantes. La mayoría de ellos eran emigrantes y el mayor grupo entre estos estaba formado por los franceses, con neta predominancia vasca. Cuatrocientos marineros de guerra, miembros de la escuadra del contralmirante Leblanc, profundizaban el peso de la presencia gala en la ciudad. Un dato contundente es que hasta la década de 1850, Uruguay recibió la mayor corriente migratoria de Francia en todo el continente americano después de Estados Unidos, siendo luego sobrepasado por Argentina y Brasil.

Desertores de mar, desertores de tierra

Mi antepasado Jean Rioupeyrous llegó a Montevideo el martes 10 de julio por la mañana. Tres días más tarde, el viernes 13, murió su madre en las alturas de Maison Poco. Etiennette Ithurralde tenía cuarenta y nueve años. ¿Cuándo y cómo se enteró Jean? Siendo la casi totalidad de los vascos analfabetos, la noticia tiene que haberle llegado en forma oral por intermedio de otros emigrantes baïgorrenses. Dos días después, el joven marinero enrolado a última hora, Pierre Casalès, desapareció de la escena durante su paseo dominical en tierra. Había recibido del capitán Giraud tres meses de sueldo anticipado pero había trabajado dos. Los hombres que el Cónsul tenía para esos fines lo buscaron por la ciudad. Las deserciones eran habituales y muy rara era la nave que llegaba a Montevideo y no perdía a uno o dos tripulantes. Extrañamente, al experimentado Pignonblanc eso no le sucedía, pero las deserciones eran más regla que exepción. El Consulado se encargaba de la búsqueda de los fugitivos y en muchos casos tenía éxito. Los desertores eran devueltos a Francia en el primer barco que partiese, para ser condenados con penas en forma de multas y prisión.

Casi ninguna tripulación regresaba íntegra al puerto de partida, meses o años más tarde, pues a lo largo del trayecto se iban produciendo cambios en su formación, con algunos marineros que desertaban o desembarcaban con permiso del capitán y otros que tomaban sus lugares. Un caso remarcable fue el de la nave L’Indien, que llegó a Montevideo el 29 de septiembre de 1841 bajo la dirección del capitán Louis Fremont. De los trece tripulantes originales, cinco desertaron, dos quedaron en tierra con permiso del capitán y otros dos fueron obligados a abandonar la nave por insubordinación.

A veces, los intentos de fuga no podían salir peor. Fue el caso de Jean Joseph Bernau y Jean Rochet, marineros a bordo de Le Cyclope, que en agosto de 1837 atracó en la bahía de Buenos Aires. En la noche del 18 al 19 de septiembre, Bernau y Rochet, encargados de la guardia nocturna, se escaparon a bordo de una chalupa. Un vigilante que vio la maniobra los arrestó al llegar a la costa. En un arranque de furia, los desertores rompieron un fogón en la prisión. El listado de costos que originaron Bernau y Rochet en cuatro semanas es sorprendente. El Consulado francés en Buenos Aires debió pagar una suma al guardia que los arrestó; otra al vigilante que los llevó al Consulado; otra a la autoridad de la Prisión por el arreglo del fogón; otra por los gastos de alimentación durante los veinticinco días que Bernau y Rochet estuvieron presos. También le tuvieron que pagar el sueldo a dos hombres que sustituyeron a los arrestados para realizar las labores pertinentes en el barco durante la estadía en Buenos Aires. Hubo que abonar el costo del traslado de los efectos personales de los desertores de un sitio a otro mientras que el remero que los llevó en su lancha a bordo de la corbeta La Sapho, perteneciente a la escuadra de guerra francesa, recibió catorce francos (el almirante Leblanc había solicitado integrar a los dos desertores en esa nave). Luego, Joseph Laffond, capitán de Le Cyclope, comprendió que necesitaba a uno de ellos para completar su menguada tripulación y pidió el regreso de Jean Rochet. A ambos hombres les esperaban más cuentas para pagar a su regreso a Francia.

Emile Dominique Brachet, tripulante novicio a bordo de Le Paraguay, demostró por el contrario tener una gran astucia y mucha sangre fría a pesar de sus pocos años de edad. No se apresuró a escaparse como la mayoría sino que tuvo la suficiente sangre fría para esperar el momento justo. El 4 de julio de 1838, un día antes de zarpar de Montevideo y seis antes de la llegada de Le Duvivier, Emile fue enviado a tierra con el cocinero para traer a bordo la provisión de víveres. En un descuido del cocinero, Emile desapareció. Informado el capitán Adolphe Le Conte de este hecho, mandó abrir el pequeño baúl en donde Emile guardaba sus pertenencias personales. Estaba vacío. La acción había sido pues premeditada. El capitán ordenó sin éxito la búsqueda del fugado por la ciudad. Emile fue formalmente denunciado ante el Tribunal por el capitán a su regreso a Francia. La próxima vez que Le Conte y su barco Le Paraguay visitaron Montevideo, un año más tarde, se escaparon otros dos marineros. Fue justamente en esa nave de regreso a Le Havre, cargada con crines en Montevideo y café en Brasil, que viajaron a Francia José Ellauri, flamante Ministro Plenipotenciario de Uruguay en Paris, el doctor Ramón Ellauri, médico de la Legación, Benjamín Ellauri, hijo del Ministro y adjunto a la Legación, y Juan Andrés Gelly, Secretario de la representación diplomática. Con ellos iba Marcos Veirano, ”doméstico del Ministro Ellauri”.

Con los años, la lista de tripulantes que desertaron en la capital uruguaya se hizo muy extensa. Hace tiempo leí en alguna parte que ”el encanto de la ciudad inspiraba a desertar”. Es posible que así fuera, si bien yo creo que enrolarse en una nave con destino a Montevideo y desaparecer de la escena a la llegada era el método más barato para emigrar sin tener que pagar el pasaje. Por otra parte, la gran cantidad de ciudadanos franceses que allí se encontraban facilitaba la búsqueda de refugio.

Una carta de protesta escrita por Rolland Brindejonc-Tréglodé, al mando de Le Yolof, nos da una excelente imagen de las serias dificultades que tenían algunos capitanes para mantener la disciplina a bordo. La carta fue escrita el 11 de abril de 1841, dos días después del regreso a Le Havre, y estaba dirigida al Comisario de Marina en ese puerto. Le Yolof había llegado a Montevideo el 26 de octubre de 1840 y la espera, antes de seguir viaje a Buenos Aires, se hizo interminable debido a los continuos conflictos a bordo. Lamentablemente, el texto no es legible en toda su extensión, pero lo que se puede leer no deja dudas sobre la naturaleza de los problemas enumerados por el capitán.

”Monsieur le Commissaire”, escribió el atribulado Brindejonc, ”durante el viaje que acabo de terminar no he tenido siempre motivos para estar contento con la conducta de mi tripulación. El viaje de ida fue satisfactorio, pero en Montevideo yo no pude lograr que la guardia nocturna fuese hecha en regla. Durante todo el tiempo que permanecí allí, no pasó una sola noche sin que los descubriese en falta, a menudo varias veces durante la misma noche. (…) Para castigarles les quité el permiso de bajar a tierra el domingo para pasear. Esperaban que partiésemos a Buenos Aires para hacerme nuevas cosas desagradables, seguros de que yo no lo iba a poder impedir. Me hice conducir a tierra en mi canoa por los marineros [François] Jagoury y el novicio [Marin Joseph] Quémeneur. Al desembarcar les ordené que me esperasen allí con la canoa. A mi regreso los encontré a ambos tan ebrios que apenas logramos regresar a bordo. Al reprocharles su estado me respondieron (…) que yo no tenía derecho de impedirles bajar a tierra y que ellos lo hacían a pesar de mi. El marinero (Yves) Le Flem se mostró aún más insolente (…)”.

Ante la reiteración de los actos de insubordinación, el capitán Brindejonc había hablado con el Cónsul francés en Montevideo y tomado una medida a fin de darles ”una lección”, que no es posible leer en el texto, esperando que la misma hiciese mejorar la conducta de los tripulantes. No resultó así: ”El marinero [Yves] Le Flem insultó al vicecapitán. (…). Varios días más tarde, durante mi ausencia a bordo, el marinero Hamon buscó pelearse con el vicecapitán y yo lo hice depositar a bordo de una nave de guerra durante el tiempo que faltaba para partir, junto con el novicio Quémeneur, que continuaba emborrachándose [ambos hombres fueron recluidos del 2 al 11 de enero en una nave de guerra francesa].

Me enteré que el marinero XX y el cocinero [Thorel] fueron a buscar al vicecapitán para pegarle, que lo injuriaron y amenazaron y que gracias a unos extranjeros que se interpusieron no lo golpearon. Los tripulantes le reprochan al vicecapitán que me haya dado informes contra ellos, que me haya dicho que ellos habían robado del cargamento. Esto no es correcto, pues yo pensaba justamente reprocharle al vicecapitán que, sea por debilidad o por miedo a los marineros, no hubiese cumplido con su deber contándome lo que había pasado a bordo durante mi ausencia, razón por la cual pienso que pasaron cosas de las cuales yo nunca me enteré.”

Pierre Casalès, el fugado de Le Duvivier, tuvo suerte. Logró mantenerse escondido y no hizo caso cuando el capitán Pierre Augustin Giraud ordenó disparar dos tiros de aviso desde su nave. Era el habitual llamado a bordo antes de la partida. Pero en el futuro debía evitar todo contacto con las autoridades de su país. Quizás le ayudó el hecho de que en otro barco francés que llegó a Montevideo en ese mismo agosto de 1838, La Louise Marie, venía un marinero que también eligió desertar. Se llamaba Jacques Darbagnac, era de Bayonne y pasó a formar parte del pequeño ”batallón de desertores” que el Consulado francés se extremaba en ubicar.

También había quien hacía lo contrario. El 31 de marzo de 1842 a las seis de la mañana, cuando su nave Les Trois Frères se había alejado lo suficiente de Montevideo, Pierre Gaspard Chevallier descubrió un hombre que no pertenecía a la tripulación. Victor Hypolite Delatre le contó entonces al capitán que había logrado subir a la nave durante la noche y que su objetivo era regresar a Francia. Chevallier lo enroló a la tripulación cambiando trabajo por pasaje. Hubo varios casos similares a lo largo de los años.

Cueros, cuernos y bueyes… de dos piernas

Los barcos que viajaban al Río de la Plata durante gran parte del siglo XIX no eran de grandes dimensiones. Le Véloce de Pignonblanc tenía una capacidad de 135 toneladas, Le Duvivier superaba apenas las doscientas, otras eran un poco más grandes pero ninguna de ellas alcanzaba las cuatrocientas o más toneladas de algunas naves que viajaban a los puertos del Caribe o a la India. De Francia llegaban a Montevideo y Buenos Aires todo tipo de mercaderías elaboradas y de allí se llevaban a Europa materias primas. No eran cargamentos que rindiesen las ganancias que dejaba el transporte de productos de Brasil y el Caribe (azúcar, tabaco, maderas preciosas, especias, algodón) y, menos aún, las que rendían lo traído de Calcuta, cuyos cargamentos de índico para ser usado en la industria textil valían hasta cinco veces más que los rudimentarios productos rioplatenses.

Un tipo de comercio triangular que prosperó a mediados del XIX fue el que partía de Francia con destino a la isla de Gorée, enfrente a Dakar en Senegal. De allí las naves seguían a Guadeloupe, Haití, Cayenne, Martinique, Santo Domingo y otros puertos del Caribe y regresaban luego a Francia. Llama la atención el pequeño volumen de las naves involucradas en este tráfico. Algunas de ellas no llegaban siquiera a las cien toneladas. No obstante, una travesía de ésas reportaba tres ganancias, pues los comerciantes franceses exportaban sus productos al mercado africano, transportaban de allí carga al Caribe y regresaban luego con productos de alto valor.

También la tripulación de esas naves era reducida. Si un barco con destino a Montevideo solía llevar una tripulación de entre once y catorce hombres, capitán incluido, los barcos con destino a Goré no necesitaban más que entre siete u ocho personas. Le Furet, que partió a Senegal a fines de 1840, tenía un volumen de ochenta y siete toneladas y era comparable a los navíos que hacían el tráfico regular de cabotaje por algunos ríos franceses. El 29 de septiembre de 1840, en plena travesía atlántica, sucedió un accidente mortal a bordo de Le Furet cuando Marcel Antoine Louis Ricard, el teniente a bordo, que con sus 18 años era ”novice au service”, cayó de uno de los palos superiores del velamen, golpeó en cubierta y terminó en el mar.

La nave Les Amis, bajo el mando de Pierre Dutor, zarpó rumbo a Senegal a comienzos de 1842. Llevaba una tripulación de ocho hombres que se vio mermada cuando Marc Lamour, el capitán segundo, murió en alta mar. Al llegar a destino desembarcó otro tripulante llamado Noir Libre Dimbalo, nacido en Senegal. El 13 de marzo de 1842, Les Amis amarró en Gorée, zarpando tres semanas más tarde rumbo a Cayenne. La ficha del barco, al igual que la de las otras naves que hacían ese trayecto, indica que la carga estaba compuesta por ”boeufs”. Se trataba de un eufemismo pues ni Les Amis ni Le Furet ni los otros barcos que hacían escala en Senegal llevaban bueyes al Caribe sino que esclavos. No deja de ser interesante que a pesar del gran volumen de este tráfico la burocracia portuaria eligiera poner bueyes o ganado (”bestiaux”) en vez de esclavos.

Pero a veces, los bueyes eran bueyes. L’Adèle et Julie, que llegó a Montevideo proveniente de Bayonne el 29 de enero de 1843, traía una tripulación de trece hombres y 205 emigrantes. Antes de llegar a destino, murieron tres de los pasajeros. Una vez en puerto, y luego de los habituales cambios en la tripulación, la nave partió para Maldonado a buscar un cargamento de bueyes vivos. El ganado fue desembarcado en una Montevideo azotada y aislada por tierra debido al sitio de las fuerzas enemigas, y L’Adèle et Julie regresó inmediatamente a Maldonado para buscar más animales con que alimentar a la población.

Al otro día de la partida definitiva de esta nave a Francia, a mediados de agosto, se descubrió que a bordo había ”un individu negre” que dijo llamarse Joaquín, tener catorce años de edad y ser propiedad del ciudadano francés Duplessis. Joaquín le contó al capitán que el gobierno de Uruguay había abolido la esclavitud y que él, en realidad, era libre. Pero para no ser enrolado en el ejército había decidido escaparse como polizón. Eugène Harouard, el capitán, decidió dejarlo a bordo ”para servir” en lo que hiciese falta. Lamentablemente es imposible saber qué fue de la vida del pobre Joaquín en Europa.

Registros consulares

El 28 de agosto de 1838, a dieciocho días del arribo a Montevideo, tres de los compañeros de viaje de Jean Rioupeyrous se presentaron en el Consulado de Francia para matricularse. Era el labrador Jean Duhalde Iribarne y su esposa, que habían viajado en el compartimento catorce, y Jean Louissena, un viticultor de Baïgorry ubicado en el compartimento cinco. Curiosamente, cinco días antes había pasado por el mismo Consulado Pierre Ithurralde, cuyo padre Michel era primo hermano de Etiennette, la madre de Jean. Este Pierre, primo segundo de Jean, se había literalmente fugado de Baïgorry, abandonando a su esposa, a su hija de tres años, a su familia y su propiedad. También él era un desertor. Casi treinta años más tarde, cuando su hija Marie Ithurralde se quería casar, la esposa abandonada tuvo que hacer diligencias mediante notario ante el Tribunal Civil de Primera Instancia de Saint-Palais para obtener el permiso necesario a fin de poder cederle bienes a su heredera. La vida y la huída de Pierre terminaron en 1863, cuando fue enterrado en Montevideo. Pocas semanas antes, su hija se había casado en Francia. El cura rector de la Catedral de Montevideo, Francisco Castello, escribió en el Libro de Difuntos: ”El diecinueve del mes de abril de mil ochocientos sesenta y tres, yo, Cura Rector de esta Iglesia Matriz, otorgué sepultura eclesiástica al cadaver de Pierre Ithurralde”.

El dato del entierro en la parroquia de la Catedral muestra que Pierre, una vez llegado a Montevideo, se quedó a vivir en la llamada Ciudad Vieja. Luego de haber estudiado este hecho detenidamente, tengo la impresión de que en realidad, Pierre Ithurralde sólo quería escaparse de su vida en Francia, aunque desconozco cuánto tuvo esa huída de secreta. Una vez llegado a Montevideo, el fugado se matriculó en el Consulado y quedó en la ciudad, haciendo nadie sabe qué hasta su muerte.

Registrarse en el Consulado francés no era obligatorio pero otorgaba la protección de Francia. Jean Rioupeyrous, al igual que tantos otros vascos, hubiera preferido no hacer ese trámite. Los jóvenes vascos, aseguraban las fuentes militares francesas, eludían sus obligaciones militares, evitaban el contacto con las autoridades y solían pasar a pie los Pirineos, huyendo del control del Estado francés. ¿Cuántas veces pasó mi tatarabuelo por la puerta de la representación francesa durante los trece meses que tardó en entrar? Recién lo hizo, en compañía de otros baïgorrenses, el 26 de agosto de 1839. Lo más probable es que el alarmante empeoramiento de la situación bélica en Uruguay y el aumento de la inseguridad general le hicieran comprender que a pesar de todas sus reticencias, era mejor tener la protección de su país natal.

Calcuta ida y vuelta y una larga espera

Le Duvivier permaneció en Montevideo del 10 de julio al 22 de agosto de 1838. Ese día partió para Calcuta. Llevaba trece tripulantes (el desertor Pierre Casalès no había sido encontrado) y un pasajero. Se llamaba Jean Miraud y era un negociante de 37 años proveniente de Gironde. Los quince compartimentos habían sido desarmados y en su lugar se cargaron mercaderías tradicionales de la región, es decir cueros, lana y crines. Sobre los colchones y la ropa ”de cama y cuerpo” prestada a los emigrantes no hay noticias, pero seguramente se volvieron a usar varias veces.

El 30 de noviembre, luego de más de tres meses de viaje, Le Duvivier amarró en el puerto de la populosa ciudad india. Luego de algunas paradas de cabotaje con intercambio de mercaderías, una de ellas en la Isla Réunion a fines de marzo de 1839, Le Duvivier enfiló proa en dirección a Montevideo. A bordo llevaba un solo pasajero y era el mismo Jean Miraud que se había embarcado siete meses antes. A la segunda llegada de Le Duvivier a Montevideo, el 27 de mayo de 1839, le siguió una espera de más de cuatro meses. Con plazos tan largos de inactividad es fácil imaginar que muchos tripulantes conociesen gente, quizás se enamorasen o encontrasen un trabajo mejor remunerado y terminasen desertando. ¿Pero qué hacían los capitanes y el resto de los hombres a bordo? Las naves debían ser calafateadas, las velas cosidas y las jarcias reforzadas. Durante estas esperas el Consulado se responsabilizaba por el control de los barcos y de su capacidad para proseguir viaje. Para eso se solicitaba el concurso de otros capitanes franceses presentes en la ciudad. El archivo marítimo guarda muy pocos informes de estas revisiones. Uno de ellos dice: ”Legación de Francia en Buenos Aires. Extracto del acta de la Cancillería de la Legación, año mil ochocientos cuarenta y tres. Los suscritos Adolphe Simornneau, capitán de La Néreïda, de Nantes, y Gervais Gervais, capitán de L’Inca, de Bordeaux, nombrados de oficio por el Señor Ministro Plenipotenciario de Francia en Buenos Aires, en fecha del siete del corriente mes a los efectos de constatar el estado de navegabilidad del brick La Thérésa de St Malo, capitán Jean Marie Noël, anclado en la pequeña rada, certificamos que luego de luego de prestar juramento delante del Señor Ministro (…) nos transportamos a bordo del dicho brick y procedimos a una estricta visita de todas las partes visibles del mismo, las cuales encontramos en buen estado”.

Simornneau y Gervais inspeccionaron la bomba y constataron que la pequeña cantidad de agua que había entrado en la nave no había aumentado durante el espacio de una hora; controlaron igualmente el velamen, los cables, el ancla, las jarcias y el resto de los elementos exigidos. La inspección no encontró falla alguna y dictaminó que ”reconocemos el perfecto estado de navegabilidad del dicho brick”. Firmado el 17 de agosto de 1843 por los dos capitanes inspectores y Noël, capitán del barco inspeccionado. Un informe similar aparece veinte días más tarde para la nave L’Industrie, del capitán Marc Courtois. Inspectores esta vez fueron Gervais Gervais y el veterano Nicolas Jean Gautier Pignonblanc, capitán de Le Véloce.

Un plan tan descabellado que no puede ser pensado

El 7 de octubre de 1839, Le Duvivier volvió a zarpar de Montevideo. Sus bodegas habían sido cargadas con productos habituales y la lista de viajeros era reducida. Tres pasajeros no se presentaron a bordo al momento de la partida mientras que sí lo hicieron un carpintero, un agricultor, un panadero, un hombre de negocios y Madame Brouilly, comerciante de treinta años de edad acompañada de sus dos hijos. Todos ellos emprendían el regreso a Francia en un viaje que duraría más de cuatro meses y ofrecería emociones muy fuertes y recuerdos imborrables. A bordo subieron también un labrador de Ossés, municipio pegado a Baïgorry, y una mujer de 31 años llamada Madame Dussau, viuda de Molas, con sus cuatro hijos. El agricultor de Ossés y la viuda con su prole lo hicieron por orden del Cónsul de Francia en Montevideo, para ser repatriados a cuenta de las autoridades.

El objetivo de Giraud era viajar de Montevideo a Le Havre en Francia. Pero por algún motivo no aclarado en el Diario de viaje, el capitán decidió dirigirse al puerto de Recife en Pernambuco, llegando allí el 10 de noviembre y volviendo a partir al otro día. La única novedad de esa fugaz y misteriosa parada fue la subida a bordo de una joven de veinte años llamada Pélagie Naze. Pélagie no tenía capital alguno y el Cónsul de Francia en Pernambuco, Alphonse Barrere, convino con Giraud en que a la joven se le asignase una suma de 240 francos para su mantenimiento.

El 15 de noviembre de 1839, a cuatro días de abandonar Recife, Giraud estaba en el puente trasero de la nave dirigiendo algunos trabajos de reparación mientras que en el puente delantero se encontraba Pierre Léon Durand, el teniente a bordo, allí confinado por alguna falta cometida. De pronto, alguien le avisó a Giraud que Durand, víctima de una idea tan descabellada que parece imposible de ser siquiera pensada, había lanzado al mar una jaula de gallinas (”une cage à poules”) y se había tirado detrás de ella. La jaula estaba vacía y era evidente, dentro del delirio del proyecto, que Durand pensaba usarla para huír. Una alternativa, escribió Giraud en su informe, era que Durand intentase poner la nave fuera de servicio, si bien no se entiende cómo podría lograr ese objetivo con ayuda de una endeble jaula de gallinas.

Enterado de lo sucedido, el capitán ordenó a un tripulante montar sobre la llamada ”barre des perrouquets”, en la cima de la vela más alta de Le Duvivier, para ver si se podía ver dónde estaba la jaula y su ocupante. No fue posible. Giraud mandó entonces echar una canoa al mar con seis hombres munidos de un compás para que se dirigiesen en dirección Este-Sudeste, ”dirección en la cual debería encontrarse este hombre que el reflejo de la luz (’le mirage’) nos había hecho perder de vista”. La búsqueda, que duró dos horas, fue vana y no exenta de peligros. ”A pesar del deseo ardiente que teníamos en encontrarle”, escribió el capitán, ”la canoa, haciendo mucha agua, regresó a bordo sin traer consigo a ese hombre”. Inmediatamente abajo de este descargo del capitán, un texto corto y ocho firmas de tripulantes y pasajeros certifican que los hechos mencionados por Giraud sucedieron exactamente así. Pierre Léon Durand, nacido el 11 de noviembre de 1815, de 167 centímetros de altura, ojos negros, nariz larga y boca mediana, desapareció en la inmensidad del mar a sus 24 años y cuatro días.

Otra parada ”de relâche”, esta vez en Cayenne, capital de la colonia francesa en la costa norte de América del Sur, desvió nuevamente a Le Duvivier de su destino final.

De Cayenne a Le Havre

El mes de diciembre de 1839 había cumplido seis días cuando el Gobernador francés en Cayenne autorizó a Giraud la suma de once francos diarios para el mantenimiendo de la viuda Molas y sus cuatro hijos y de Pélagie Naze, si bien ésta ya había recibido 240 francos para el mismo fin. Pero la señorita Naze tenía mucha prisa por regresar a Francia y logró convencer a Giraud para que la transfiriese a otra nave, La Celine, que estaba por partir a Nantes. Giraud convino entonces con Mallet, capitán de La Celine, que la pasajera cambiase de nave. No hubo, de cualquier manera, gran ganancia de tiempo pues La Celine zarpó de Cayenne el 17 de diciembre mientras que Le Duvivier lo hizo cuatro días después. Sin más incidentes, sin más hombres al agua, sin más paradas improvisadas, Le Duvivier llegó a Le Havre el 12 de febrero de 1840. Habían pasado casi dos años desde su partida con la bodega cargada de vino de Bordeaux.

Montevideo, una última vez

Cinco meses permaneció Pierre Augustin Giraud en Francia. El capitán aprovechó la estadía para festejar Navidad y Pascua con su familia en Rochefort. El 22 de mayo de 1840, Le Duvivier y Giraud volvieron a zarpar. En julio, dos años exactos después de su primera llegada a Montevideo cargado de emigrantes y un año luego del regreso de Calcuta, Le Duvivier volvió a surcar la bahía montevideana. Giraud había logrado duplicar su sueldo y en vez de los ciento cincuenta francos mensuales que recibía el grueso de los capitanes de larga distancia, percibía ahora trescientos francos. La suma era desorbitada pues recién varios años más tarde se fue imponiendo un honorario mensual de doscientos francos a los capitanes de larga distancia. No sé si Jean Rioupeyrous fue testigo de esta nueva visita del barco que lo transportó de Francia o si ya había abandonado la ciudad sitiada, seguramente que en compañía de otros vascos, munidos como él de un salvoconducto otorgado por el Consulado. Pero sí sé que en 1845 Jean estaba en Melo, a cuatrocientos kilómetros al norte de Montevideo, junto con otros baïgorrenses.

En Montevideo, Giraud y Le Duvivier tuvieron una espera de más de tres meses. El 1 de noviembre desertó Mathieu Jules Duffour y nadie se puede haber asombrado del hecho. Cuatro días más tarde, la nave partió a Buenos Aires, en donde hubo que dejar a un tripulante, Pierre François Couraleau, internado en el Hospital ”por causa de enfermedad venérea”. El 15 de mayo de 1841, Giraud y su nave llegaron a Pernambuco. Al otro día subió a bordo Pierre Marie Alphonse Barrere, Cónsul de Francia, junto con su mujer y dos domésticos. Uno era Olivier Quémener, cocinero personal del Cónsul, y el otro François Pinabel, su mayordomo. En una semana, las bodegas de Le Duvivier fueron cargadas de algodón y café. El cónsul Barrere tenía en ese momento treinta y tres años y su mujer Césaire Mattei no llegaba a los veintiuno. La pareja no estaba casada y su única hija, Alphonsine Joséphine Alexandrine, nacida un año más tarde en Pernambuco, quedó registrada como ”hors mariage”, es decir fuera del matrimonio. Tiene que haber sido legalizada cuando los padres se casaron formalmente en Francia en agosto de 1853.

El viaje de regreso de Le Duvivier fue tranquilo. Nadie se tiró al agua en un loco intento por escapar ni había pasajeros en condiciones de indigencia. Es de imaginar que Giraud recibió a Barrerre y su pareja en su comedor personal y que allí, ante la luz nerviosa de los candelabros y degustando la cena hecha por Quémener y servida por Pinabel, les contó en todos sus detalles los dramáticos hechos acaecidos luego de la partida de Pernambuco el año anterior. Imagino que en la sobremesa hicieron conjeturas sobre la historia y el destino de Pélagie Naze, la misteriosa jovencita que Barrere había ayudado a volver a Francia.

El 5 de julio de 1841, Le Duvivier ancló en Le Havre con un cargamento valorado por las autoridades impositivas en 300 000 francos. Era claramente superior al normal para las naves de ese tonelaje y con ese recorrido. Enrolar a Giraud con un honorario de cuatro mil francos por toda la travesía había sido una buena inversión para los armadores. No obstante ese buen resultado, La Petite Suzanne, una nave de 292 toneladas proveniente de la India que llegó a Le Havre al mismo tiempo que Le Duvivier, ingresó un cargamento de índico valorado en 800 000 francos. La explicación a esta diferencia en las ganancias es que el algodón y el café, y en especial el índico, rendían mucho más que los cueros, las crines, los cuernos y la lana (la Louise Marie, que llegó a Montevideo poco después de Le Duvivier, y que a su regreso a Europa llevó al Cónsul General de Francia en Uruguay, Jean Marie Raymond Baradère, acompañado de su mujer, un secretario y un doméstico, reportó una ganancia de 180 000 francos por su carga de cueros y lana).

Después

Jean Rioupeyrous, mi tatarabuelo nacido y crecido en Saint-Étienne-de-Baïgorry, se casó el 20 de agosto de 1845 en Melo. Allí vivía su compatriota baïgorrense Jean Etcheberry, rebautizado Juan Echeverri por las autoridades uruguayas. Este Jean Etcheberry, que era comerciante, hizo de testigo de bodas entre su amigo Jean Rioupeyrous y Carlota Aguilera, hija de emigrantes de las Islas Canarias nacida en la ciudad brasilera de Piratiní, cerca de la frontera con Uruguay.

Juan Riupeyrous y su esposa Carlota Aguilera

A la muerte del padre de Carlota, la madre, Bárbara Falero, y sus dos hijas se mudaron a Melo, en donde las vástagas se casaron con ciudadanos franceses en el lapso de seis meses. Los tres primeros hijos de la pareja formada por Jean y Carlota, entre ellos mi bisabuela Simona, nacieron en Melo. Luego la familia se trasladó al departamento de Treinta y Tres en donde Jean compró campos e hizo construir una enorme casona de piedra en la cima de un monte. Allí vive hoy Marina, la hija de un primo mío y descendiente en sexta generación de Jean. Luego de la muerte del patriarca, el día anterior a la Nochebuena de 1895, la familia erigió un gran busto y una pirámide de mármol que forman el centro del panteón familiar.

Al frente del Consulado de Francia en Montevideo en esta intensa etapa inicial estaba Jean Marie Raymond Baradère. Nacido en 1793 en Luz-Saint-Sauveur, Hautes Pyrenées, Baradère ingresó a los 18 años al Comisariado de Guerra. Acusado de ”actividades contrarrevolucionarias”, fue hecho prisionero en 1812, al fin del período napoleónico. Logró escaparse poco después y durante la Restauración lo encontramos como abogado en Paris. En 1822 defendió a cuatro sargentos de La Rochelle acusados de complot contra el Gobierno y condenados a la guillotina el 21 de septiembre de ese año. Su carrera diplomática incluyó, además de Montevideo, la dirección de los Consulados franceses en Peru, Guatemala y Haití, que era especialmente importante para el comercio ultramarino francés. Promovido a Commandeur de la Legion d’Honneur en 1854, Baradère murió en la capital francesa a los 77 años bajo el corto gobierno de la Comuna de París.

Pierre Augustin Giraud, nacido en Rochefort el 6 de abril de 1798, era capitaine au long cours, categoría también llamada ”a la gran aventura” por las distancias y los peligros de los viajes que emprendían. Luego de regresar con Le Duvivier a Le Havre, en julio de 1841, Giraud viajó a su ciudad natal. A diferencia de tantos otros centros urbanos con raíces medievales o antiguas, Rochefort había sido creada en 1666 para la implantación de uno de los arsenales marítimos y militares más importantes de Francia. Al igual que la vecina La Rochelle, la ciudad transmitía fortaleza, solidez y bienestar.

El 2 de febrero de 1842, a las once de la mañana, Giraud, que tenía 43 años, se casó con Augustine Marthe Julie Emilie Pennevert, de 24. Todos los datos personales del archivo reflejan esa robustez económica muy habitual en la burguesía de provincias. El abuelo paterno del capitán, Paul Giraud, había sido presidente de la Senescalía de La Rochelle; su hermano menor, Jean Alexandre Giraud, comerciaba con especias; el flamante suegro, Louis Hubert Pennevert, era negociante e hijo de un ingeniero de la Marina, Caballero del Orden Real y Militar de San Luis y creador de más de veinte naves de guerra y comerciales (una calle de Rochefort lleva actualmente su nombre); la suegra, la esposa y dos de los testigos de la boda figuran como propietarios; un cuñado era un alto jefe dentro de la Administración Civil y un sobrino cirujano de la Marina. Además, un tercer testigo de boda era doctor en medicina mientras que el cuarto era capitán de navío retirado. Con un elenco así, en una ciudad con las características de Rochefort, Balzac habría podido escribir una de sus grandes obras.

Giraud y su joven esposa tuvieron tres hijos, nacidos con cronométrica precisión: Louise Emilie Augustine en 1842, Marthe Augustine Caroline en 1844 y el varón, Alexandre Augustin, en 1846. La joven familia vivía en la casa de los padres de Augustine Marthe, en Rue des Fonderies. Luego del nacimiento de los hijos, los Giraud se mudaron a Rue Saint Jacques 81. Pero la vida, tan rica en solvencia material, despojó pronto al ex capitán de Le Duvivier de su entorno familiar. El 10 de agosto de 1849 murió su esposa Augustine Marthe. Once días más tarde falleció su suegra, Marie Anne Augustine Pic, mientras pasaba unos días en su casa de campo en Tonnay, en las afueras de Rochefort. La hija tenía 32 años y la madre 55. El 4 de septiembre de 1854 murió el suegro de Giraud, el 28 de junio de 1859 su único hermano. El hijo varón se recibió de abogado y se mudó a Lille, en la frontera con Bélgica. La primogénita vivió hasta 1925. Se casó, tuvo hijos y a diez años del matrimonio obtuvo la separación de su marido.

La existencia del ex capitán de Le Duvivier sufrió, en esos años tormentosos, un violento cambio de timón. Viudo, Giraud se mudó a una casa en Grande Rue du Faubourg 35. Lo más probable, teniendo en cuenta su situación familiar como responsable de tres hijos pequeños, sus valiosos contactos sociales y su sólida experiencia laboral, es que obtuviera un trabajo bien remunerado en su ciudad natal, quizás en la Administración portuaria o como inspector de barcos. Le imagino una vida cómoda y rutinaria con ruido de gaviotas, veladas con partidas de naipe, misa en la iglesia de Saint Bonnet y visitas al Café Bourbon (¿o preferiría el Café Français?). Entreveo en su existencia cotidiana domingos interminables y descanso estival en la casa de campo familiar. Quizás se enamoró, quizás alimentaba la idea de poder hacerlo un día, quizás tuvo que conformarse con algunas historias furtivas. Pero nunca se volvió a casar. Pasaron los años como pasaban los barcos a vela por el río Charente en Rochefort: silenciosos y dejando estelas imperceptibles. El lunes 6 de mayo de 1861 a las siete de la mañana la vida del capitán Giraud llegó a su último puerto. Dos semanas antes había cumplido 63 años.

Pélagie Naze, nacida el 29 de mayo de 1818 en Thury-en-Valois, llegó a Nantes con La Celine, la nave a la cual se había cambiado en Cayenne. De allí regresó a su pueblo. El 27 de julio de 1842 contrajo matrimonio en Le Havre con Louis Casimir Pinchon, que había enviudado de su primera esposa Rose Zoe Dubec. Pinchon, nacido en Orbec (Calvados) el 8 de febrero de 1816, era carpintero de obra y la pareja se instaló en la cercana Lisieux. Pélagie fue en ese sitio madre de una hija llamada Marie Louise Justine Alphonsine Pinchon, el 2 de mayo de 1843. Desconozco si la pareja tuvo más hijos pero sé que más adelante se mudaron a París. Vivían en Passage Saint Bernard 16, que aún existe y queda a mitad camino entre Place de la Bastille y Place de la Nation y no más lejos, en realidad, de Quai d’Austerlitz y el Jardin des Plantes, en donde en 1972 estaba amarrada una barcaza que el Ejército de Salvación usaba para alojar a personas sin techo por plazos de dos semanas a la vez. Allí, entre las brumas del Sena, dormí catorce noches de un helado y húmedo enero. A las siete de la mañana, expulsados de la barcaza cuando aún era noche, más de un centenar de entumecidas siluetas humanas nos acercabamos al río para orinar. La orina caliente, el agua fría, las brumas de invierno y las luces amarillentas del alumbrado apelaban a una escena maestra del cinema noir. Luego, como el labrador de Ossés, como la viuda de Molas y como Pélagie Naze, yo también fui repatriado por el Cónsul de mi país, regresando a Montevideo en Le Pasteur, que zarpó de Le Havre, el mismo puerto al cual un siglo largo antes había llegado Le Duvivier luego de su viaje inicial.

Louis Casimir Pinchon murió a los 67 años, el 10 de agosto de 1883, en Rue du Faubourg Saint Antoine número 184, a pocas cuadras de su hogar. Allí quedaba, y queda, el Hospital Saint-Antoine, alojado en un hermoso edificio de época. Cuando murió su marido, Pélagie tenía 65 años. En el acta de muerte de su esposo la mujer figura como jornalera. Seguramente que en esos tiempos difíciles Pélagie solía pensar en sus aventuras de juventud, en el sol ardiente de Brasil, en su azaroso regreso a Francia con Le Duvivier y en el drama vivido en alta mar cuando al pobre teniente Pierre Léon Durand se le ocurrió la loca idea de intentar huír en una jaula de gallinas. El lunes 7 de marzo de 1892 a las seis de la mañana a Pélagie se le terminaron los recuerdos. Tenía 73 años.

Hacía mucho que Nicolás Jean Gautier Pignonblanc, una leyenda en el mundo de los viajes marítimos, había elegido morir en alta mar, desaparecer por decisión propia en las aguas que tantas veces había zurcado. A esa altura de la vida y el tiempo, los registros navales habían dejado de nombrar a Le Duvivier, a La Séduisante, a La Circonstance, a Le Soleil d’Austerlitz, a Le Père Courageux y a La Grande Famille. A cambio, nuevas embarcaciones, nuevas dimensiones, nuevos destinos, nuevas tripulaciones, nuevas técnicas de transporte y también nuevos contenidos en la bodega se suceden en las interminables páginas del archivo marítimo de Le Havre. Le Duvivier luchaba ahora contra oleajes mucho más peligrosos que los del Atlántico o los del Índico. Luchaba, condenado de antemano a perder, contra las implacables olas del olvido.

Marcos Cantera Carlomagno

Lund, Suecia, 31 de octubre de 2022

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